La Iglesia ejerció su jurisdicción a través de los diferentes tribunales que se correspondían con su organización jerárquica. Así, durante la baja Edad Media, por debajo de Consistorio, tribunal de apelación para toda la Iglesia formado por el papa y los cardenales, se encontraban los tribunales de los legados pontificios, los primados, los arzobispos y los obispos diocesanos5. Dentro de cada diócesis el obispo, como cabeza visible de la misma, ostentaba la mayor autoridad eclesiástica, lo que se manifestaba a través del ejercicio de tres tradicionales poderes: orden, magisterio y jurisdicción. El anillo, el báculo y la mitra eran los símbolos de su dignidad y autoridad. En aplicación de su potestad jurisdiccional, al obispo correspondía el otorgamiento de leyes y estatutos sobre múltiples asuntos relacionados con el Derecho canónico y el gobierno de su diócesis, lo que a veces se hacía a través de la celebración de sínodos diocesanos. De ello se derivaba el derecho de la justicia episcopal a intervenir sobre esos mismos asuntos emitiendo sentencias y castigando a los culpables con penas espirituales y temporales de mayor o menor dureza según la gravedad de la falta cometida. El obispo administraba justicia mediante sus propios tribunales, personalmente o, como fue lo más común, a través de sus provisores (jueces) y vicarios generales en los que delegaba su poder jurisdiccional. A sus tribunales acudían las causas contenidas en la legislación episcopal en primera instancia o en apelación, y las sentencias dictadas, a su vez, podían ser apelables ante el tribunal metropolitano o pontificio. De su potestad jurisdiccional se derivaban algunos derechos fiscales del obispo. Esta jurisdicción episcopal no tardaría en chocar con la regia y señorial, así como con la ejercida por otras instancias eclesiásticas, por lo que durante gran parte de la Edad Media, e incluso en época moderna, fueron frecuentes los enfrentamientos jurisdiccionales de diversa índole de cara a delimitar con exactitud sus respectivas competencias.
El poder jurisdiccional de los obispos tenía un triple carácter legislativo, judicial y ejecutivo, y se aplicaba a todos los comportamientos que transgredían los principios morales y doctrinales de la Iglesia. El deber de un obispo consistía en mantener el orden social y castigar a los clérigos y fieles sometidos a su jurisdicción cuya conducta no se adecuase a las leyes divinas y eclesiásticas. En este sentido, la consideración de la falta o el pecado como un delito eclesiástico venía dada, al menos en teoría, por la intervención o no de la justicia eclesiástica7, aunque en ocasiones esta última podía demandar el apoyo de la justicia seglar para el castigo de determinados delitos. El problema básico al que se enfrentaba la justicia episcopal era, según establecía el Derecho canónico, el de la diferenciación entre el fuero interno, perteneciente al ámbito de la conciencia, y el externo, referido a lo que era conocido públicamente. Mientras que las faltas que se cometían en el fuero interno debían ser declaradas al confesor, quien imponía una penitencia, los tribunales eclesiásticos sólo tenían competencia en aquello
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